Sentada en un sillón mecedor
pasa las tardes tejiendo Margarita
en un silencio casi total,
sin nadie que la perturbe a su alrededor,
se mece lento entre la baja luz
que proviene del comedor
y aquella que proyecta su ventana.
Es ella y sus recuerdos
de cuando tenía catorce
y besó por primera vez.
Es ella y sus recuerdos
de cuando tenía veintiséis
y ya era toda una mujer.
Es ella y un montón de años
con voz e imagen, con olor,
y sabor y muchos sentimientos.
Y cualquiera diría al verla platicar
vehemente con sus polvosos muebles,
sus flacos gatos y sus pálidos retratos,
que se ha vuelto loca.
Pero Margarita no le importa,
pues en un cajón está guardado
el aparato de audición.
Y al llegar la noche
deja de tejer,
hasta mañana
y a pasitos sube las escaleras
que la llevan a su cama.
Y entonces ella se recuesta,
pone sus dientes en un vaso con agua
y deja los lentes en su funda
sobre el buró
y reza por los que ya no están
y por los que están lejos.
Y apaga la luz
y ya no se puede ver nada
pero Margarita es muy feliz.